En una pequeña mesa cerca de la ventana, descansaba un teléfono móvil de varios años de uso. Su pantalla mostraba algunas marcas de tiempo, y la carcasa tenía leves rayaduras que hablaban de jornadas largas, viajes, mensajes, fotos y recuerdos guardados. No era el más nuevo ni el más rápido, pero funcionaba bien para lo esencial: llamadas, mensajes, navegación por internet y alguna que otra aplicación indispensable.
Achtungato lo observaba con atención, como si evaluara si valía la pena reemplazarlo. En las vitrinas de las tiendas de tecnología, brillaban los últimos modelos de celulares, con cámaras múltiples, pantallas enormes, procesadores de alta velocidad y funciones que parecían sacadas de una película futurista. Los anuncios prometían una vida más cómoda, más conectada y, por supuesto, más moderna. Sin embargo, él no estaba convencido.
Para muchos, cambiar de celular cada vez que sale un nuevo modelo es una costumbre casi automática. Las campañas publicitarias hacen creer que quedarse con un dispositivo de años anteriores es sinónimo de estar “desactualizado”, y la presión social empuja a adquirir lo último del mercado. Pero para Achtungato, esa idea no tenía sentido. ¿Para qué gastar dinero en algo que, en la práctica, no ofrece un cambio real en la vida diaria si el actual sigue cumpliendo su función?
Su postura era clara: si el celular aún funciona bien, no hay necesidad de reemplazarlo. Las llamadas siguen siendo claras, los mensajes llegan sin problema, la batería dura lo suficiente y las aplicaciones más importantes abren sin dificultad. En ese caso, cambiarlo sería simplemente una compra innecesaria, motivada más por la moda que por la utilidad.
A lo largo de los años, había visto cómo conocidos y compañeros caían en la trampa de la novedad. Adquirían el último modelo con entusiasmo, pero al poco tiempo apenas notaban diferencias prácticas con el anterior. Las fotos tal vez eran un poco más nítidas, las aplicaciones abrían una fracción de segundo más rápido, y la pantalla lucía brillante y sin rasguños. Pero la experiencia diaria seguía siendo la misma, salvo por un detalle: el gasto significativo que representaba.
En cambio, Achtungato prefería darle un uso completo a cada dispositivo. Aprovecharlo al máximo hasta que realmente comenzara a mostrar señales claras de desgaste o fallas irreparables. Si el celular empezaba a reiniciarse solo, si la batería ya no duraba ni unas pocas horas, si la pantalla quedaba inutilizable por daños graves o si las aplicaciones esenciales dejaban de funcionar por incompatibilidad, entonces sí era momento de buscar un reemplazo.
Incluso en esos casos, no veía necesario deshacerse del dispositivo antiguo. Le gustaba guardarlos como recuerdo, como piezas que contaban su propia historia. Cada celular guardaba fotos, mensajes y momentos que marcaban distintas etapas de su vida. No era cuestión de apego excesivo, sino de reconocer el valor sentimental que, con el tiempo, adquirían estos objetos.
La industria tecnológica, lo sabía bien, estaba diseñada para fomentar el consumo constante. Nuevas funciones, cambios estéticos y campañas de marketing elaboradas hacían creer que la vida sería mejor con el último modelo en el bolsillo. Pero en realidad, muchas de esas novedades eran mejoras menores que no justificaban el gasto inmediato.
Por eso, cada vez que alguien le preguntaba si planeaba comprar un celular más moderno, su respuesta era siempre la misma: “No mientras este siga funcionando bien”. Con esa frase no solo dejaba clara su posición, sino que también desafiaba la idea de que estar al día tecnológicamente implicaba gastar constantemente.
Mientras tanto, su celular seguía cumpliendo con su trabajo diario. Las notificaciones llegaban, las llamadas se realizaban sin problemas y las fotos, aunque no perfectas, capturaban los momentos importantes. No necesitaba más para sentirse conectado y satisfecho.
En ocasiones, pasaba por tiendas de tecnología y observaba con curiosidad los nuevos modelos. No lo hacía para comprarlos, sino por simple interés en ver hacia dónde avanzaban las innovaciones. Reconocía que algunos cambios eran impresionantes, como cámaras de calidad profesional o baterías de carga ultrarrápida. Sin embargo, eso no lo convencía de abrir su billetera cada año.
En su opinión, el verdadero uso responsable de la tecnología consistía en entender cuándo realmente se necesitaba una mejora y cuándo solo se trataba de un capricho. Era consciente de que las empresas no pensaban de la misma forma; para ellas, lo ideal era que cada consumidor reemplazara su dispositivo lo antes posible. Pero él no estaba dispuesto a seguir ese juego.
Además, veía un problema ambiental en el consumo excesivo de dispositivos electrónicos. Cada celular nuevo implicaba más materiales extraídos, más energía utilizada en la fabricación y más residuos electrónicos que, muchas veces, terminaban contaminando el planeta. Por eso, prolongar la vida útil de un dispositivo no solo era bueno para el bolsillo, sino también para el medio ambiente.
El paso del tiempo seguiría trayendo avances tecnológicos, y seguramente en algún momento él tendría que adquirir un nuevo celular. Pero cuando llegara ese día, lo haría por necesidad real, no por moda. Y al hacerlo, guardaría el antiguo como recuerdo, como un pedazo tangible de su historia personal.
En su mente, no había duda: no era necesario comprar siempre el celular más moderno. La clave estaba en valorar lo que se tenía, usarlo mientras cumpliera su función y no dejarse llevar por la presión de las tendencias. De esa forma, no solo se ahorraba dinero, sino que se vivía con una mayor conciencia de consumo.
Así, mientras otros corrían a las tiendas cada vez que se anunciaba un nuevo modelo, Achtungato seguía usando su fiel dispositivo, demostrando que la modernidad no siempre estaba en el objeto más reciente, sino en la forma en que se le daba valor a lo que ya se tenía.
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