sábado, 5 de julio de 2025

¿Es posible defenderse sin abogados?

En una sala de audiencias luminosa pero tensa, el eco de los pasos resonaba en el piso de mármol. El juicio estaba por comenzar y, como siempre, el silencio antes de la primera palabra parecía más pesado que cualquier discusión. En el estrado central, Achtungato, con su impecable toga negra, ajustaba algunos documentos antes de iniciar la sesión. Su mirada serena recorría el lugar, evaluando a cada persona presente, midiendo gestos y silencios.

Ese día, el caso que tenía en sus manos era peculiar. El demandado, un hombre de mediana edad, había decidido enfrentar el proceso judicial sin la ayuda de un abogado. A pesar de que se le había recomendado encarecidamente que contratara uno, él se mostraba convencido de que podía defenderse por sí mismo. Su confianza era evidente: llevaba carpetas llenas de papeles y un discurso ensayado que, al parecer, había memorizado con precisión.

En el otro extremo, la parte demandante estaba conformada por su esposa, acompañada de una abogada que proyectaba una seguridad férrea. Ambas parecían decididas a exponer todos los argumentos posibles para desacreditar al hombre. Las acusaciones eran claras: que no cumplía con sus responsabilidades económicas hacia sus hijos y que había descuidado por completo sus deberes como padre.

Achtungato, acostumbrado a todo tipo de casos, sabía que las apariencias podían engañar. Mientras escuchaba las primeras intervenciones, observaba con atención no solo las palabras, sino el lenguaje corporal de cada participante. La abogada de la demandante hablaba con voz firme, presentando documentos y testimonios que respaldaban su versión. La esposa, a su lado, mantenía un semblante serio, con un leve toque de amargura en su mirada.

El demandado, sin embargo, no se dejaba intimidar. Cuando le tocó hablar, expuso su defensa con un orden inesperado. Presentó recibos, transferencias bancarias y registros que demostraban que, mes a mes, enviaba dinero para sus hijos. Mostró incluso mensajes en los que la mujer reconocía haber recibido dichos pagos.

Achtungato revisó las pruebas con minuciosidad. Los documentos parecían auténticos y coherentes. La cronología de los pagos estaba bien estructurada, y no había huecos aparentes en las fechas. Lo que más le llamó la atención fue que el monto enviado cada mes superaba lo que normalmente se establecía como pensión en casos similares.

La abogada de la demandante, sin embargo, contraatacó. Alegó que, aunque los pagos existían, no eran suficientes para cubrir todas las necesidades de los niños. Argumentó que el hombre debía aportar más, dado que su situación económica le permitía hacerlo. El debate se tornó más intenso, y el hombre, sin perder la calma, replicó que había acordado una cifra con anterioridad y que siempre había cumplido. Según él, el problema no era que no diera dinero, sino que la otra parte quería más de lo pactado.

Achtungato tomaba nota de todo, consciente de que el veredicto no podía basarse solo en emociones. Debía analizar pruebas, escuchar argumentos y, sobre todo, mantener la imparcialidad. A pesar de que el demandado no tenía abogado, su exposición estaba siendo clara, sustentada y, hasta cierto punto, convincente.

La sala se llenó de murmullos cuando el demandado presentó su último conjunto de pruebas: extractos bancarios que mostraban de manera irrefutable las transferencias realizadas durante los últimos dos años. También había copias de mensajes donde la demandante confirmaba la recepción del dinero.

En ese momento, Achtungato comprendió que el caso no se trataba únicamente de un incumplimiento, sino de un desacuerdo sobre montos y expectativas. La mujer buscaba un incremento en la pensión, mientras que el hombre defendía el acuerdo original. La situación, aunque cargada de tensiones personales, debía resolverse con base en la ley y en la justicia objetiva.

El juez sabía que defenderse sin un abogado era un riesgo considerable. Muchos caían en errores técnicos, se perdían en los procedimientos o no sabían presentar sus pruebas de manera efectiva. Sin embargo, este hombre parecía ser la excepción. Su preparación, conocimiento del caso y manejo de la información le habían permitido sostener su postura con firmeza frente a una parte legalmente asesorada.

La abogada de la demandante, viendo que los argumentos del hombre ganaban fuerza, intentó cambiar el enfoque, apelando a la sensibilidad y al bienestar de los hijos. Sin embargo, Achtungato se mantuvo firme en que su decisión debía basarse en pruebas concretas, no en presiones emocionales.

Finalmente, tras escuchar a ambas partes y revisar la evidencia, llegó el momento de dar el veredicto. La tensión en la sala era palpable. Todos aguardaban en silencio mientras Achtungato acomodaba los documentos y se aclaraba la voz.

Con tono firme, declaró que, según las pruebas presentadas, el demandado había cumplido de manera constante con sus obligaciones económicas hacia sus hijos. Reconoció que el monto actual podía ser revisado en el futuro si las circunstancias cambiaban, pero que, en ese momento, no existían fundamentos legales suficientes para exigir un incremento.

El fallo fue a favor del demandado. La sala se llenó de un murmullo contenido: algunos sorprendidos, otros aliviados. El hombre, aunque serio, mostró un leve gesto de satisfacción. Había logrado defenderse por sí mismo contra una abogada experimentada y había salido victorioso.

Achtungato, por su parte, sabía que no siempre un caso así tendría el mismo desenlace. Defenderse sin abogado podía resultar exitoso si se contaban con pruebas sólidas, pero también podía ser un error fatal en situaciones más complejas. En esta ocasión, la claridad de la evidencia había sido determinante.

Al finalizar la sesión, la lección quedaba clara: no es imposible defenderse sin abogados, pero requiere preparación, organización y, sobre todo, pruebas irrefutables. Y aunque no siempre es la opción más recomendable, había casos, como este, en que la justicia podía inclinarse a favor de quien se representaba a sí mismo.


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