En la mesa del estudio, varios cuadernos abiertos dejaban ver páginas llenas de números, operaciones y figuras geométricas. Eran los cuadernos de los hijos de Achtungato, quienes estaban en plena etapa escolar y necesitaban terminar sus tareas de matemáticas. El ambiente era tranquilo, solo interrumpido por el roce de los lápices y el ocasional pasar de páginas.
Achtungato, sentado junto a ellos, observaba con atención los ejercicios. No podía evitar recordar sus propios días de estudiante, cuando se enfrentaba a problemas similares. Aquellos recuerdos llegaban como pequeñas imágenes: una pizarra cubierta de fórmulas, el sonido de la tiza escribiendo, y la sensación de satisfacción al resolver correctamente un problema difícil.
Aunque el tiempo había pasado, las matemáticas seguían siendo igual de esenciales que antes. En los cuadernos de sus hijos aparecían multiplicaciones, divisiones, fracciones y ecuaciones sencillas. Para ellos, muchas veces, todo eso parecía un rompecabezas complicado. Achtungato comprendía bien esa sensación, porque en su juventud también había tenido que lidiar con operaciones que parecían imposibles de resolver.
Mientras revisaba los ejercicios, tomaba un lápiz con su pata y señalaba los pasos a seguir. No resolvía los problemas por completo; prefería guiar para que sus hijos comprendieran el proceso y no se limitaran a copiar respuestas. Les mostraba cómo descomponer una operación en partes más pequeñas, cómo revisar que un resultado fuera correcto y cómo usar ejemplos prácticos para entender mejor las fracciones o porcentajes.
En su mente, Achtungato pensaba que las matemáticas no solo eran una materia escolar, sino una habilidad necesaria para la vida diaria. Recordaba cómo, de joven, las había utilizado para calcular medidas en un pequeño proyecto, o para saber cuántos ahorros necesitaba antes de hacer una compra importante. Incluso ahora, ya adulto, las aplicaba constantemente, aunque no siempre se diera cuenta: al calcular gastos, planificar viajes o medir el tiempo necesario para completar alguna actividad.
La tarde avanzaba, y poco a poco los ejercicios se resolvían. Cada vez que sus hijos lograban encontrar la respuesta correcta por sí mismos, él sentía una pequeña satisfacción. No era solo por ver el avance en la tarea, sino porque entendía que estaban aprendiendo una herramienta que les serviría durante toda su vida.
Mientras tanto, los recuerdos de su época escolar seguían apareciendo. Se veía a sí mismo más joven, sentado en su escritorio de madera, repasando los pasos de un problema de álgebra o intentando entender cómo funcionaban las raíces cuadradas. Aunque no siempre le resultaba fácil, con el tiempo había aprendido que la clave estaba en la práctica constante y en no rendirse ante la primera dificultad.
Miró uno de los cuadernos y notó que había un problema de geometría que consistía en calcular el área de una figura irregular. Esto le recordó cuando, siendo estudiante, se quedaba observando los dibujos de figuras y trataba de imaginar cómo encajaban unas con otras. Esa habilidad para visualizar le había ayudado mucho en el pasado y ahora se la enseñaba a sus hijos como una forma divertida de comprender la materia.
En un momento, uno de ellos se detuvo, confundido por una división larga que parecía interminable. Achtungato se inclinó sobre el cuaderno y, con paciencia, le mostró cómo ir paso a paso, comprobando que cada cifra estuviera en el lugar correcto. No se trataba solo de llegar a la respuesta final, sino de entender el proceso.
El tiempo pasó sin que se dieran cuenta. Cuando la última tarea estuvo terminada, los cuadernos quedaron cerrados y el ambiente se llenó de una sensación de logro compartido. Achtungato pensó en lo diferente que se sentía ahora, ayudando en lugar de ser ayudado. Antes, él era el estudiante que necesitaba guía; ahora, era quien brindaba ese apoyo, transmitiendo lo que había aprendido a lo largo de los años.
Sabía que las matemáticas seguirían apareciendo en las tareas de sus hijos y que, con el tiempo, los problemas se volverían más complejos. Sin embargo, confiaba en que la base que estaban construyendo les permitiría enfrentarlos con mayor seguridad. No pretendía que las amaran, pero sí que las respetaran y entendieran su utilidad.
Antes de levantarse, guardó los lápices y organizó los cuadernos en una pila ordenada. Observó por última vez la mesa, ahora despejada, y sintió que aquella tarde no había sido solo de estudio, sino también de conexión familiar y de transmisión de experiencias. En el fondo, las matemáticas se habían convertido en una excusa para compartir tiempo juntos y para que sus hijos aprendieran que, aunque algunos retos parecen difíciles al principio, con paciencia y esfuerzo pueden superarse.
Achtungato sabía que, algún día, ellos mirarían hacia atrás y recordarían estas tardes de tareas como él recordaba las suyas propias. Y tal vez, cuando tuvieran que enseñar a otros, también entenderían que las matemáticas, más que un conjunto de números y reglas, eran un lenguaje para resolver problemas y comprender el mundo que los rodeaba.
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