Achtungato siempre había tenido un gusto por viajar, ya sea por placer, por negocios o simplemente por la curiosidad de conocer nuevos lugares. Le encantaba la idea de preparar su mochila, revisar el itinerario y salir a explorar, pero había un tema que siempre lo dejaba pensativo: el seguro de viaje.
Para él, no siempre era algo indispensable. Más de una vez había dicho:
—No veo necesario tener un seguro de viaje, a menos que vayas a hacer cosas que
realmente lo justifiquen, como actividades extremas o viajes muy largos.
En sus viajes cortos a países cercanos, rara vez se había preocupado por eso. Según él, si uno se mantiene tranquilo, evitando riesgos innecesarios, es poco probable que algo grave pase. Sin embargo, admitía que había situaciones donde sí podía ser útil, y eso lo hacía dudar.
El asunto tomó más relevancia cuando empezó a viajar con frecuencia a Rusia, país de origen de su esposa. En la época actual, viajar allí tenía sus particularidades: trámites especiales, ciertas restricciones y la posibilidad de encontrarse con imprevistos que en otros países no pasaban. Era un destino que amaba por su cultura, su gastronomía y por la familia de su esposa, pero también sabía que podía ser complicado si surgía algún problema médico o legal lejos de casa.
Ella, práctica como siempre, solía decirle:
—En Rusia, mejor no arriesgarse. Aquí un seguro de viaje no es lujo, es una
garantía. Nunca sabes cuándo vas a necesitarlo.
Achtungato, aunque no del todo convencido, reconocía que tenía sentido.
En un viaje reciente a Moscú, decidió contratar un seguro de viaje básico, más por insistencia de su esposa que por convicción propia. La cobertura no era la más completa, pero incluía atención médica de emergencia, pérdida de equipaje y asistencia en caso de retrasos. Lo veía como una especie de cinturón de seguridad: estaba ahí, aunque esperaba no usarlo.
El viaje comenzó sin contratiempos. Pasearon por calles nevadas, visitaron mercados, comieron pelmeni y borsch, y pasaron días tranquilos con la familia. Pero en una excursión a una pequeña ciudad cercana, el clima jugó una mala pasada. Mientras caminaban por una calle cubierta de hielo, Achtungato resbaló y se golpeó una pata trasera. No fue una fractura, pero el dolor le impedía caminar bien.
Fue entonces cuando recordó el seguro. Llamó al número de emergencia, y para
su sorpresa, el servicio funcionó de forma rápida y eficaz. Lo llevaron a una
clínica cercana, recibió atención médica, y todo fue cubierto por la póliza. En
ese momento, su escepticismo disminuyó un poco.
Pensó:
—Bueno… al menos esta vez valió la pena.
El incidente no solo le permitió seguir disfrutando del viaje con reposo moderado, sino que también cambió un poco su manera de ver el tema. Aunque seguía creyendo que, en muchos casos, no era indispensable contratar un seguro de viaje, aceptaba que podía salvarte de un gasto grande o de una situación incómoda.
Aun así, Achtungato no se volvió un comprador impulsivo de seguros. Cada vez que planificaba un viaje, analizaba el destino, la duración y las actividades antes de decidir. Si el viaje era corto y seguro, prefería ahorrarse el gasto. Si era largo, incluía actividades que podían implicar riesgos, o el destino tenía un sistema médico caro para extranjeros, entonces sí lo contrataba.
En conversaciones con amigos viajeros, contaba su experiencia en Rusia, pero
siempre añadía:
—No todos los viajes son iguales. A veces el seguro de viaje es un gasto
innecesario, otras veces es lo mejor que puedes llevar contigo. El truco está
en saber cuándo realmente lo vas a necesitar.
También les recomendaba no contratar cualquier póliza sin leerla, porque muchas veces la letra pequeña escondía limitaciones absurdas. Les decía que revisaran si cubría realmente lo que necesitaban y que evitaran pagar por servicios que no iban a usar.
Con el tiempo, Achtungato desarrolló su propio criterio: para viajes locales o cortos, no veía justificación; para destinos lejanos, climas extremos o países con sistemas de salud costosos, prefería no arriesgarse. Y en la lista de estos últimos, Rusia siempre ocupaba un lugar especial.
Ahora, cada vez que prepara sus cosas para viajar al país de su esposa, el seguro de viaje va en la lista de pendientes, justo al lado de los documentos y los regalos para la familia. No lo contrata con entusiasmo, pero sí con la certeza de que, en ese caso particular, es mejor tenerlo que lamentarlo después.
Con el tiempo, incluso llegó a valorar algunos beneficios extra que no había considerado al principio, como la asistencia en caso de pérdida de pasaporte o la cobertura por cancelación de eventos. Aunque sigue pensando que las aseguradoras viven de vender miedos y esperanzas, admite que en este caso el balance se inclina a favor de la utilidad.
Hoy, cuando Achtungato viaja, lo hace con más calma. Sabe que, aunque no puede controlar todo lo que suceda, tiene una herramienta que le permitirá afrontar problemas sin arruinar su experiencia ni sus finanzas. El seguro de viaje no le quita los imprevistos, pero le da un escudo frente a ellos.
En su forma directa de ver las cosas, lo resume así:
—El seguro de viaje es como un paraguas en un día nublado: puede que no llueva,
pero si lo hace, agradecerás tenerlo.
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